Desconcertante
hubo de ser para los suevos conversar con los predicadores cristianos. La
concepción de la divinidad, y por tanto modelo del ser en su plenitud, no
podrían ser más antitéticas. Para los suevos los dioses son seres que se
encuentran en constantes apuros de los que no siempre salen bien parados, que
buscan respuesta a sus dilemas vitales y que tienen presente que su tiempo, por
muy largo que sea en comparación con la vida humana es finito. El Ragnarök
acecha en todo lo que hacen, dando plenitud a una vida que se escapa en cada
instante. En cambio, el dios del desierto se nos presenta como un paternal
déspota que impone su ley a través del miedo a la condenación eterna. Aquí ya
surge una cuestión que seguro no pasó desapercibida a nuestros ancestros, si la
ley es tal, como no se cumple imperiosamente; como la piedra que se hunde en el
lago o el rayo que incendia el bosque. ¿Por qué un dios tan poderoso pide que
se cumpla su ley? ¿Por qué no la impone por la fuerza de su brazo y en su lugar
recurre al parloteo de predicares y obispos? Nuestros ancestros debieron
desternillarse de risa cuando un apóstol vestido con un saco alzó la mirada a
los cielos y con severas palabras declamó los diez mandamientos.
Si el dios del
desierto es omnisciente, los dioses y diosas de los suevos se preguntan el
porqué de los fenómenos, sus causas y su finalidad. Uno es Él, el único, el
supremo; los otros son ellos, un pueblo que no excluye admitir nuevos
compañeros en la aventura de ser dioses. Uno creo el Universo en su
omnipotencia manteniéndose como regio observador, los otros no se atribuyen tal
hazaña, pero se preocupan por evitar el colapso prematuro de Midgard y del
Cosmos en su conjunto. Uno existió siempre y nunca tendrán fin sus días; los
otros nacieron hace eones y como criaturas naturales sus vidas tendrán un
final, por eso no se afanan en regir la vida de los demás, sino que fundan
familias, tienen hijos, construyen máquinas prodigiosas con las que satisfacen
sus necesidades y expandir su sociedad y cultura. Los dioses de los suevos
constituyen el modelo para todo hombre y mujer libre que ansíe hacer de su
existencia algo digno para ser recordado.
La vida de cada suevo se
entrelaza con la urdimbre del mito constituyendo el tejido del espíritu del
Pueblo que impulsa a cada individuo a manifestar el héroe que ya es. Por el
contrario, el cristiano ─como cualquier prosélito─ renuncia a ser el mismo, a
conocerse a sí mismo, a vivir su vida, abandonándose a la voluntad del dios
omnipotente, castrando si es necesario sus apetitos, pues más vale entrar tuerto
en el reino de los cielos que condenarse al fuego eterno. “Y si tu ojo te hace
pecar, sácatelo y échalo a la basura. Mejor es entrar tuerto al reino de los
cielos que ir al infierno con los dos ojos”. Mateo 18:6-9. Tal precepto es sin
duda inhumano y el legislador que lo promulgó un sádico. Pocos cristianos se
han sacado un ojo cuando han pecado o se han cortado una mano cuando han
realizado un acto impúdico. Y es que en el fondo los adeptos del libro sagrado
tienen una fe de palabra y no de hechos, como tantas veces les han recriminado
los profetas de su dios. En el fondo no creen, pues la fe se prueba por las
obras y los paganos vemos pocos tuertos, mancos y cojos con los que llenar las
salas del Paraíso. “Así también la fe, si no tiene obras, está muerta en sí
misma”. Santiago 2:17.
Frente a una espiritualidad
vital, regida por los instintos de supervivencia y plenitud, por la voluntad de
ser uno mismo y no otro, nuestros ancestros, los suevos, se encontraron con un
credo que se fundaba en la autolisis y en la negación del Destino. Les debió
resultar ridículo que un hombre o una mujer renunciasen a su ser íntimo, a
manifestar en el mundo su voluntad de dejar huella, de perpetuarse en un
recuerdo que se uniese a las leyendas y sagas que en las frías noches se
cantaban al calor de la lumbre de las cuales se alimentarían los futuros héroes
y heroínas. Se les invitaba gentilmente a bajar la cabeza, a ponerse de
rodillas y a besar la cruz de un dios que era la encarnación del pecado hecho
mandamiento. Ellos que tan cerca sentían a los dioses a los que acompañaban en
las batallas y con los que compartían sangre y festín. Donde un héroe exhortaba
a sus compañeros a combatir la adversidad, la fealdad y la tiranía con el mejor
ánimo allí estaban Wotan, Thor, Freyja, Tyr…
Fueron los santos
y vírgenes cristianos, copias macabras de los héroes y heroínas, los
responsables de la expansión del evangelio. En ellos los prosélitos ven al
mismísimo dios de la zarza ardiente. Es en los santos donde reside lo absurdo
del monoteísmo pues cada santo encarna la psicología de un dios pagano o un
arquetipo de la espiritualidad ancestral europea, que nos recuerda que Europa
nunca fue cristiana en su corazón y que aquellos que fueron bautizados por la
fuerza de la ley amaban la vida proscrita bajo el calificativo de pecaminosa,
que en sí era y es vida humana la cual es un reflejo de los mitos y leyendas
que cantaron los suevos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario